- ¡No!
- Entonces salta tú.
- Tampoco.
- ¿por qué?
- No sé nadar.
- Jajajajaja. ¡¡¡ eso da igual, te matarás en la caída !!!
Seguramente no era el mejor (¿quién es el mejor?), pero era mi favorito.
Un buen día (debía yo tener 15 años) crucé la frontera de mi barrio para irme al cine San Blas a ver “El Golpe”. Y ese día decidí que Newman representaba todo lo que yo quería ser, y que era mi actor favorito, y que El Golpe era la mejor película que jamás se hubiera rodado.
Y en este cuarto de siglo han cambiado muchas cosas. Casi no me reconozco en la persona que era. Sin embargo aquél teenager de Ventas y este que os escribe pensaban igual respecto a Newman.
Y yo, entonces y ahora, cinéfilo y mitómano, encontré algo que habían rozado Bogart, Grant, Brennan, Widmark, Lemmon o Cagney. Encontré a Paul Newman, y sus ojos azules, y lo lejos que estaba del estereotipo de estrella de Hollywood, y lo simpático que resultaba, y la salsa de tomate. Y los cincuenta huevos de la apuesta de La leyenda del Indomable, y el Rocky Graciano de Somebody up there likes me, y su forma de evadirse jugando al pinball en Veredicto Final, y al detective cínico de Con el agua al cuello y sus partidas de billar con el gordo de Minnesota.
Y llené las paredes de mi habitación de posters suyos. Y llené mi estantería de libros sobre su vida. Y como no había ni videos ni dvds, me llevaba al cine grabadoras para inmortalizar en cassetes los diálogos de Dos hombres y un destino. Y me alegraba de ser zurdo, como Newman en Billy el Niño.
Y soñé con dejarlo todo e irme a Bolivia para cumplir el último deseo de Butch Cassidy, y con timar a Richard Shaw, o con dejar cara de tonto a Charles Durning, o con besar a Pier Angeli. O con que algún día yo fuera capaz de escribir diálogos chispeantes como los de Cortina rasgada.
Así que no puedo seguir escribiendo porque hoy, yo también, me he muerto un poco.
Descansa en paz, Paul. Has dejado una huella indeleble en mi alma. Has sido de lo mejor de mi vida.
Un buen día (debía yo tener 15 años) crucé la frontera de mi barrio para irme al cine San Blas a ver “El Golpe”. Y ese día decidí que Newman representaba todo lo que yo quería ser, y que era mi actor favorito, y que El Golpe era la mejor película que jamás se hubiera rodado.
Y en este cuarto de siglo han cambiado muchas cosas. Casi no me reconozco en la persona que era. Sin embargo aquél teenager de Ventas y este que os escribe pensaban igual respecto a Newman.
Y yo, entonces y ahora, cinéfilo y mitómano, encontré algo que habían rozado Bogart, Grant, Brennan, Widmark, Lemmon o Cagney. Encontré a Paul Newman, y sus ojos azules, y lo lejos que estaba del estereotipo de estrella de Hollywood, y lo simpático que resultaba, y la salsa de tomate. Y los cincuenta huevos de la apuesta de La leyenda del Indomable, y el Rocky Graciano de Somebody up there likes me, y su forma de evadirse jugando al pinball en Veredicto Final, y al detective cínico de Con el agua al cuello y sus partidas de billar con el gordo de Minnesota.
Y llené las paredes de mi habitación de posters suyos. Y llené mi estantería de libros sobre su vida. Y como no había ni videos ni dvds, me llevaba al cine grabadoras para inmortalizar en cassetes los diálogos de Dos hombres y un destino. Y me alegraba de ser zurdo, como Newman en Billy el Niño.
Y soñé con dejarlo todo e irme a Bolivia para cumplir el último deseo de Butch Cassidy, y con timar a Richard Shaw, o con dejar cara de tonto a Charles Durning, o con besar a Pier Angeli. O con que algún día yo fuera capaz de escribir diálogos chispeantes como los de Cortina rasgada.
Así que no puedo seguir escribiendo porque hoy, yo también, me he muerto un poco.
Descansa en paz, Paul. Has dejado una huella indeleble en mi alma. Has sido de lo mejor de mi vida.